I
Entrevista con el psicólogo
Entré a la sala y vi la silla,
tal como la usan en las películas, perfecta para contar lo que me estaba
pasando. Deseoso de sucumbir de una vez en mis males, me dirigí a ella y caí
sin pensarlo en un trance. Recordé porque estaba ahí. Sin duda alguna porque
estoy loco. ¿Pero qué es la locura?
En realidad cualquiera puede
llegar a ser loco. Es tan fácil serlo, sólo tienes que hacer y decir las cosas
que te cataloguen completamente como un demente. No hace falta comportarse
bien, quizás hacerlo lo convierta también a uno en un loco.
Andrew Williams, así se llamaba
el psicólogo. Diría que no están tan cuerdos como uno se imagina. Creen que
pueden resolver los casos de locura, cuando forman parte de ellos.
Matar a una persona no es pecado
si te arruina la vida, todos hemos deseado alguna vez en la vida que alguien se
muera. Que se desaparezca de nuestro alrededor, porque al fin y al cabo nos
está destruyendo la existencia. Maté a una adolescente de 12 años. Me estaba
molestando su presencia en el mundo. La degollé y asfixie con mis manos porque
simplemente estaba molesto con mi mujer y vi a mi hija como un estorbo en
nuestra vida. La discusión había sido porque no lleve a la chica temprano al
colegio ¿Y qué? ¿No podía perderse un día de examen? ¡Puto sistema mundial de
monotonía diaria! Naces, estudias, te reproduces y mueres ¿En qué momento
vives?
No creo poder diferenciar qué
sentido tiene para el hombre estar con una fémina, si lo único que causan son
molestias. No les falta una excusa para pelear, no pueden estar tranquilas sin
recordarte que eres el malo y ellas las perfectas.
El psicólogo escuchaba con atención
como el hombre contaba la historia de la tragedia, expectante y sin
arrepentimientos. “Lo sacan a uno de sus cabales doctor”, decía Mathew Sanz,
quien estaba internado en el “loquero” municipal donde se encontraban. “Ahora
que llore a la hija y que acumule las peleas para un imbécil que se la
aguante”.
Era irremediable estar todos los
días sentado en la silla, escuchando una y otra vez las anécdotas de una
sociedad perdida. Drogadictos, alcohólicos, estudiantes asesinos, madres con
estrés… un mundo cada vez peor. Andrew
esperó que Mathew terminara de contar su historia y culminó la charla con un:
“Continuamos mañana”.
Luego de que los paramédicos se
llevaran al loco, salió de la lóbrega oficina para almorzar.
-
¡Épale! ¿Cómo estuvo la sesión de hoy? – le preguntó
Tom Fernández, el portero del hospital cuando estaba saliendo.
-
Bueno igual que siempre, un demente tras otro –
respondió Andrew y bajó precipitadamente las escaleras para dirigirse a su
automóvil.
Tom Fernández repasó con cuidado
los cigarrillos que le quedaban en el cinturón. Acostumbraba esconderlos porque
la cajetilla había aumentado una barbaridad y no pretendía alimentarle el vicio
a nadie. Indiferente cogió uno del montón y empezó a fumarlo para sacudirse el
estrés de un trabajo tan sofocante. El sudor le mojaba la frente. Lo único que
calmaba el terrible sol era la débil brisa que de repente hacía ondular las
hojas de los árboles afuera del hospital.
Una moto con dos individuos se estacionó de repente en el
área principal de la entrada. Ambos cargaban chaquetas anchas de cuero negro
que les formaban unos grandes brazos que no tenían. Manejaron drásticamente
hasta estacionarse frente a Tom. Enseguida lo amenazaron con una pistola,
pretendiendo que le diera las pocas pertenencias que tenía en la cartera.
-
Dame todo ahí, viejo.
El hombre les dio unos pocos billetes que tenía pero no sin antes recibir un disparo que le cruzó la frente
y lo dejó desparramado en el suelo de inso facto. Los desgraciados huyeron
rápidamente del lugar, llevándose algunos de los cigarros que quedaron en el
suelo, a pocos metros del manchón de sangre que ya comenzaba a formar parte del
cemento. Los oyentes reaccionaron rápidamente frente al cuerpo inerte del
anciano. Quien a sus sesenta y dos años de edad sólo mostraba unas pequeñas
arrugas de pata de gallina a ambos lados de sus ojos y con una mirada
despavorida había fallecido sin esperarlo en el siniestro vestíbulo.
-
Era una persona muy buena, no merecía morir así
– decía Samantha Sifontes, testigo del homicidio, en la puerta de la morgue. Mientras
esperaba que trajeran el cuerpo para el respectivo tratamiento de autopsia.
Su hija Sara, de 15 años,
esperaba junto a ella en la entrada y repasaba con la mirada los ladrillos del lugar, por
donde se veían algunos hoyos de balas que se habían disparado en otras
oportunidades. La conmoción que sentía no se comparaba con nada en el mundo,
sólo con la dura realidad de un país en el que todos los días matan a alguien
nuevo. Increíble el hecho de leer los periódicos y ver de repente el nombre de
tu familiar en primera plana. Las fotos sensacionalistas de miles de fotógrafos
con la competencia de lograr el tubazo del día. Como si el dolor ajeno fuera el
pago de un día de guardia.
Camilo Ferrer, fotógrafo de “La
Gran Manzana” veía como muchas personas de la estancia repasaban entre sollozos
que el individuo había sido una gran persona durante toda su vida.
- Pobre, hay que ver que cuando uno se muere todo
el mundo te quiere, hasta los que siempre te quisieron ver muerto – pensaba el
artista, examinando el ángulo más perfecto para hacer la toma rápido, sin ruido
ni borrones.
Indiferente
a la realidad, lo único que esperaba el reportero gráfico era sacar la mejor foto para que el diario al otro día aumentara
sus ventas.
En realidad, a pesar de ser el
mejor periódico local, tenía que competir con muchos otros que sin duda le
hacían la competencia. Por ello, mientras más sangrientas y crudas fueran las
fotos, muchísimo mejor.
Eso era lo que le apasionaba a la
gente de la sociedad. En el momento en que compraban un diario, volteaban el
volumen para admirar estupefactos cuantos delitos se habían cometido ese día.
“72” homicidios en un día, una cifra que a muchos les parecería una barbaridad
era común en los periódicos todos los días. Sobre todo si ningún lector se
imaginaba que al salir a la calle fuera a ser sorprendido con la muerte.
- Perfectas tomas Ferrer, te
felicito. Ya tengo la que va para la primera página – le dijo Manuel Semblante,
director del diario al terminar de revisar las imágenes para hacer el cierre
del día y proceder a ordenar la impresión del ejemplar.
- De seguro mi Señor, ya con eso
aumentan las ventas del periódico en las calles. Hasta los pregoneros van a
tener su día hecho – agregó Ferrer sonriente y tomando la cámara entre sus
manos para revisar las mismas fotos que había bajado a la computadora y saldrían
al otro día en el impreso.