lunes, 5 de agosto de 2013

SIN SIGNOS VITALES



En una hoja solitaria comencé esta carta. Imaginando la agonía de lo único capaz de darle sentido a la vida. Pero hoy despertamos sin él. Se acabaron sus esperas, angustias, lágrimas, desesperanzas: el fulano amor falleció.

Inicié la redacción en letras cursivas, quebradas, mojadas, descoloridas. Poco importa la tinta de la que se impregna el papel, lo mucho que se desgaste la pluma para decir palabras muertas.

A mi alrededor ésta era la única superficie limpia, pulcra, sin tachaduras. ¡Qué lástima que sea desperdiciada en algo tan triste! Rodeada de libros polvorientos, historias ficticias que ya nadie hojea, imágenes sonrientes de madres con sus hijos, parejas felices, besos apasionados, amigos inseparables… sensaciones fehacientes que se derrocharon en el ras moderno.

Recojo entre los trastos una rosa marchita de la que solo quedan pétalos secos, que no vislumbran el color que poseía en su juventud perdida. La vitalidad íntegra de su belleza disipada por la antigüedad y el olvido. Así le ocurrió al amor, envejeció y fue sepultado.

Continúo la prosa recordando la música sin ritmo, los instrumentos sin piezas, el cielo sin nubes, la tierra sin árboles… eso que falta para darle hálito al planeta, esa energía que no se puede ver aunque exista. Así es el amor.

Ese algo invisible que solo pertenece a cada ser. No le damos permiso de abrirse paso en el corazón, porque de forma inesperada ya forma parte de él. No da consejos, solo peticiones. Y al desaparecer deja un vacío… como si de repente se abriera un hueco en el medio de la Tierra y se evaporara todo su esplendor, quedando en ruinas.

Una guitarra sin cuerdas, un piano sin teclas, una canción sin melodía. Un techo en sombras, una puerta de hierro forjado, una vertiente imposible de cruzar, un firmamento sin estrellas.

En el tope de angustias de haberlo desperdiciado no queda más que decir que su antónimo (el odio) gobernará lo mundano, aunque sinceramente de esfumarse el amor lo único que quedará será la neutralidad, la inmunización leve y letal del querer. La insensibilidad.

No harán falta las gotas de dolor que surcan las mejillas porque los aparatos oculares ya estarán secos. Inservibles como aquella rosa muerta, de la que el óbito también se hizo cargo.

No será necesario un reemplazo para el espacio que quede. Ya desde hace años se buscaba que fuera despejado.  

Melancólicamente son cuentos que se pierden entre las millones de letras impresas, redactadas por los poetas, los inspiradores de grandes novelas, de dramas con finales perfectos. La cruel ventaja de la vanidad ha resumido los sentimientos en intereses propios. Ya nadie piensa en el ser amado, solo en lo que puede conseguir de él.

Y en su testamento el amor no plasmó sus últimos designios, porque sus muchos intentos restaron desalientos helados y calculados entre los humanos existentes. No hay peor nostalgia para el amor que saberse derrotado en la guerra, luego de muchas batallas.

Volteo el papel para seguir resumiendo la desagradable temática y por un momento las memorias opacan mi visión. Esas que nunca abandonan el pensamiento. Capaces, tal cual una enfermedad, de apoderarse del organismo sin autorización, destruyendo las defensas, debilitando el físico y el espíritu.

Memorias que irradian pasados que alguna vez fueron presentes. Lugares que ya forman parte de la distancia. Recuerdos que quedaron engavetados en el armario del olvido. Respuestas a preguntas que no tienen ni una explicación científica.

Y las horas se evaporan en la faena de culminar este escrito, queriendo condensar lo aprendido y lo que falta por aprender. Tal como ese infinito que no tiene final, no hay lecciones amorosas que sean efímeras. Todo tiene su tiempo. Todo carece de un desenlace, que en realidad es un comienzo. Ya sea en una nueva ilusión, anécdota o experiencia.

En un mundo carente de anhelos no quedan enseñanzas, solo afinidades precarias y vacías, como la epístola que hoy finalizo y que quedará tirada sin gracia entre los escombros que adornan esta habitación. Este cuarto en ruinas. Ese vacío que dejó la desgracia en el mundo, al sucumbir a la catástrofe de perder su mayor energía. Su estela, su luz, su sabiduría: El amor.

 Freya Farcheg
04/08/2013 

Lo bueno jamás se olvida...


Un lápiz y un papel… ese es mi mundo resumido en una frase.

Los años han cambiado el tamaño de mis manos, aumentaron mi estatura, forjaron mis facciones de acuerdo a la edad, modificaron mi letra con la urgencia de una rutina adulta… pero el pensamiento sigue siendo el mismo.

Letra a letra he llenado párrafos. Símbolo a símbolo he formado un estilo. Desde esa niña que con las piernas cruzadas inventaba historias, hasta la mujer que aún consigue reflejos de inspiración en cada detalle que se cruza en su camino. Escribir es desahogo, redactar es un respiro.

Cada vivencia me da motivos para imprimir palabras de tinta sobre blanco. Del blanco al negro formo una historia, una más de tantas que arman una biografía; logran esquemas, plantas ideas, dan de pensar a los poetas.

Quien escribe es como un pintor… cada uno entiende su arte.

Nunca concebiremos del todo de que escena resulta un escrito, solo el que redacta lo sabe.

Ahí regreso a esos diarios con candado de la niñez o a esos bolígrafos con muñequitos que fueron desgastándose en palabras. Objetos que se perdieron en cajones de una alcoba.

Regreso a las madrugadas donde el insomnio no dejaba otra solución que perderse en el abecedario por un rato. Donde observar la luna también traía retazos de poesía.

Quizás podría recordar la omnipresencia del mar, aquella infinita manta líquida, ondulante y azul que se lleva nuestros sueños a lugares que solo él sabe y al que podemos confiarle secretos, aún cuando no nos responda.

Los cuadernos también cambiaron, se volvieron adultos… ya no importa escribir con bolígrafos multicolores para “hacerlo más bonito”, ahora lo serio basta. Entre el azul y el negro se escriben pensamientos verídicos, llenos más de experiencia que de sueños, monotonías reales en la vida de cualquier mayor.

Qué insignificante parece la niñez hasta que se pierde. Qué largo se hace el tiempo entre cada juego, hasta que llega la hora de guardar los juguetes en el closet y dejarlos conversar únicamente con el polvo.

Toda la ironía de pensar en lo corta que es la vida, subestimando ese tiempo que nosotros mismos perdemos en ocupaciones. ¿Para qué pedir espacio adicional en el reloj si siempre alegamos que no lo tenemos para nada más?

Hay cosas que no cambian, entre ellas los recuerdos… y lo bueno jamás se olvida.

¿Dónde se esconde el amor?



Con cinco palabras comienzo este escrito. Cinco partes dispersas que forman esa incógnita incontestable. La que muchos quisiéramos en este momento descifrar.

Sería preciso cerrar los ojos y sumergirnos en nuestra imaginación. Ver aquellos destellos negros, rojos y azules que cruzan la mente cuando no podemos ver… y preguntarle quizás a nuestro cerebro donde guarda aquellos pensamientos que aún conservamos como si fueran de hoy.

Detalles, colores, aromas, texturas, lugares… todo parece no haber pasado… como si siguiéramos en la misma estación, sentados y a la espera.

Podría preguntarle a la almohada donde guarda tantas noches de insomnio… tratar de pedirle a la luna una estrella fugaz que me haga seguir deseando una respuesta.

También sería bueno, quizás, volver a mirar por 101 vez aquel mensaje que aún conservamos en un móvil, para tratar de entender si las palabras pintaban una realidad o simplemente fueron parte del momento.

¿En qué lugar de nuestro cuerpo guardamos las vivencias?... aquellas que nos persiguen como fantasmas de una casa abandonada, van detrás de nosotros queriendo capturarnos como presas. Sin escapatoria, sin opciones.

¿En qué lugar se ocultan los sentimientos? Entre el silencio del pensamiento y las ganas de cambiar el porvenir.

¿Cuántas veces repetimos que queremos regresar el tiempo? Para no haber vivido algo o cambiarlo.
Y volvemos a desperdiciar la juventud entre los orgullos y los miedos… consumiendo las oportunidades de decirle de una vez lo que sentimos, a ver si somos o no correspondidos.

Entonces tratamos de descifrar nuestra mente, de pedirle que no materialice más una memoria y nos topamos con las ganas de leer el pensamiento ajeno, para ver si esa persona también siente lo mismo.

Cambiamos el sitio… cambiamos las estaciones… pero seguimos deseando sin frenos. Entre la tensión y la energía de desaparecer nuestro entorno, de dejar una pantalla en blanco en la que solo estés tú con él, y esas ganas de que no existan más distancias.

Podría entonces esconderse el amor en la rutina… en ese tiempo solitario que tratamos de opacar con la mayor cantidad de quehaceres posibles, para así olvidarnos de que no tenemos un tiempo compartido.

Invertimos nuestro espacio en tareas, nos llenamos de obligaciones, de estereotipos… y al final nos decimos: “oye, que rápido se fue la vida”… pero realmente nunca nos dimos el chance de disfrutar lo que más queríamos.

Podría ocultarse en tantos deseos infantes, en los sueños de un adulto, en las pausas de los ancianos… O tal vez, en las miradas encubridoras… en aquellos ojos que dicen mucho pero no hablan nada… en todo lo que tememos y en lo poco que enfrentamos.

Quizás en aquellos amores que vivimos solo por estar acompañados… por poner la mente en mute… por dárnosla de valientes.

Somos capaces acaso de eliminar uno a uno esos impulsos… de calmar los instintos y la sed de experimentar… pero no de defender lo que es nuestro, de intentar descifrar los deseos contrarios.

¿Dónde se esconde entonces el amor? Entre los logros y los infortunios, en las lágrimas y las sonrisas… en la soledad de las memorias.