martes, 19 de noviembre de 2013

Una ciudad de "carne y hueso"



Blanca. Así se queda la mente cuando no quieres sentir.  Las emociones se componen de un prisma. Ese objeto que depende de la luz para ser multicolor. Y es así: hoy podemos estar blancos, negros, rojos, azules, amarillos, verdes… o grises.

¿Por qué huimos del dolor? ¿o por qué duele?... ¿es una palabra? ¿es un sentimiento?  O ¿es simple miedo? ¡qué fácil se nos derrumba el corazón cuando escuchamos o presenciamos algo que no queríamos, ¿por qué estábamos ahí, por qué no huimos? Dicen “que todo pasa por una razón”, pero ¿acaso no hay cosas que desearíamos que nunca hubieran pasado?. Y más si sólo causaron cicatrices.

¡Cómo duele la sumisión cuando finges estar bien! ¡Cómo duelen las lágrimas que caen por dentro! ¡Cómo duele el amor que no se evapora con el soplo del viento! Aquel aire que se lleva los retazos que quedan de un corazón en trizas. Partes grandes, largas, bifurcadas, extinguidas, que se condensan como piezas de una vasija rota, tratando de encajar en el espacio, dejando huecos intermedios entre tanto pegamento.

Espejos rotos en el camino, reflejos de los que huyes para no mirarte hecha pedazos, y esos recuerdos que suben y bajan sobre un trampolín, llegan y se van, dejando rastros de telarañas, ensuciando de hollín la materia, porque vinieron para quedarse y ocupar su lugar en el mueble de la sala, como un invitado más de la decoración en llamas.

Conviertes a tu organismo en una ciudad emotiva. Tu amigo estómago se puso en la dieta de la tristeza, tu compinche corazón se fue al pueblo de la resignación, tus pulmones sufren por el invierno, tu hígado busca asilo en algún bar, tu cerebro se tira un discurso de sabelotodo y ni se diga el nado sincronizado que dan tus ojos entre aguas saladas.

He devastado esa ciudad con torbellinos, maremotos y huracanes, entre las ruinas que dejan la tormenta y la persecución. Mezclando el desconsuelo y la impotencia que traen las desgracias, los puentes rotos, la interferencia comunicacional, y todos esos pequeños seres microscópicos revueltos y pidiendo auxilio en gritos jamás escuchados.

La localidad se inunda de noches incontables de lluvias, truenos y relámpagos, en los que el insomnio se hace necesario y oculta la luna en su máximo esplendor. Vuelves las mañanas turbias y sin gracia, con el sol de testigo, y todo lo que sea movimiento estorba, porque la soledad se hizo eco en las esquinas del paraje.

El turismo quebró ante tanta decadencia, y los visitantes son advertidos de que están perdiendo el tiempo comprando pasajes a dicha ciudad tan desierta y devastada, que tiene poco que ofrecer. Las ofertas fueron dadas de vacaciones por un lapso indeterminado.

A pesar de que los tsunamis finalizaron continúa el hambre y la agonía, haciendo temblar el espíritu, pidiendo explicaciones a desgracias naturales y humanas que no tienen más respuestas que su propia realidad. Henos ahí, como imperfectos seres, que nos quedamos minúsculos ante eso mismo que tememos: el dolor.

Entre los derrumbes de la civilización buscas levantarte, continuar, así te cueste aguantar el dolor de tus heridas, esas que te desangran. Sucumbes. Te apoyas otra vez. Ayudas a los lesionados del camino, porque puede más tu voluntad, tu instinto de sobrevivencia. Y desvías la atención, por un momento, a tu propia desgracia, porque sabes que ayudando a los demás te ayudas a ti mismo.

Es el sacrificio que supone tener corazón. Podría el tsunami de la sangre que circula por nuestras venas ocasionar una nueva desgracia a nuestro cuerpo y seguiríamos ahí esperanzados de volver a edificar nuestra morada ya arruinada. Resquebrajando los huesos con los terremotos, poniendo como soporte anti caídas a los propios pies descalzos, y dejando que las corrientes mentales electrocuten lo poco que queda de conciencia.

Continúan las interferencias, los ruidos, los apagones, la nostalgia… porque no hay remedio ante lo ya perdido, nada más queda la aceptación. La conformidad de reponer un hogar erigiendo otro que no sea tan dulce, pero que por lo menos otorgue consuelo. La necesidad de olvidar lo ya vivido. La esperanza de seguir creyendo que todo se derrumba, pero el amor, ese sigue aún de pie, aunque ya sea cojeando.