jueves, 30 de enero de 2014

Tricolor en llamas


A merced de buenas noticias. Tiembla tierra. Llora Salto Ángel. Descarga tu furia Orinoco. Incéndiate Ávila. Hoy volveremos a la incertidumbre.

¿Serían suficientes todas las flores de nuestra patria para llenar los cementerios y adornar a los difuntos en su sueño? ¿Podrían los cadáveres contarnos como están acostados, apretujados sin espacio en el suelo?

Hoy las lágrimas no fueron suficientes para una mala noticia. Se han agotado las gotas para lamentar tantas pérdidas. Ha caído el llanto por fracciones líquidas, destiñendo las flores, como una tinta rojiza que va curtiendo lo vivo. Dejando sólo mortandad a su paso.

La barbarie se apoderó de las calles, remotas y vacías en la oscuridad de la noche. Rutas donde deambula la inseguridad, el espectro de las desgracias y los negocios sucios. Se han empobrecido las vías, rodeadas de basura arrojada por quienes esperan que le limpien todo y por la insensibilidad de quienes ven la muerte como un negocio.

La vida vale menos que el bolívar. Devaluado sin reformas, una y otra vez, aniquilado con un aumento todos los días. Los tristes billetes que se esfuman del bolsillo más rápido de lo que fueron guardados al salir.
En la oscuridad ronda el miedo y en las mañanas las colas se apoderan de las aceras. Calor, muchedumbre, estrés, gritos, desesperación y cajas de cartón como sombrillas; acompañan a quienes prefieren tener dos paquetes en sus manos que estar en un puesto de trabajo.

Y compran y compran, entre el bululú de gente, lo poco, que antes se conseguía al gusto propio. Pero sería casi una utopía imaginar a ese gentío protestando por soluciones, porque ya nadie quiere salir a las calles. Ya esas están curtidas de desventuras pasajeras.

Decepciones que suben y bajan en el trampolín de la paciencia y la resignación. Aún sientes las garras frías de la viveza incitándote a caer, a ser uno más del montón que piense: “por qué me voy a pelar esa ganga, cuando nadie se la pela”.

Turismo nacional con el disfraz de los infortunios. Un juego de beisbol, una corona más para la lista o una caja de “kurdas” los fines de semana, hicieron olvidar que los homicidios y la inflación siguen creciendo en tasas anormales.

Aumentó el precio del pasaje, pero nadie te paga el pantalón nuevo, rajado con los hierros oxidados del asiento en el autobús. Nadie reclama que sigan incrementando semanalmente los precios de la vida. Un país de lujos donde no se escala de la pobreza.

La educación se quedó pegada en la cartelera escolar. Los hospitales pasaron a ser los museos patrióticos, como fortalezas coloniales donde se reúnen los batallones a pelear por cualquier escasez.

La palabra “mantenimiento” fue obviada de la constitución. El mismo contexto de más de una década quedó paralizado en el pensamiento. Nada ha cambiado. Ni las carreteras ni la infraestructura. Estamos detenidos en el tiempo. Entre la politiquería y el contrapunteo de dos bandas, de dos equipos deportivos, de dos mentalidades.

Una noticia, que ya no puede ser divulgada. Una información que se quedó sin papel de prensa. Podríamos recorrer el “Niágara en bicicleta” y es que sin duda, hasta ese punto seríamos capaces de llegar. Porque somos el país que resuelve, pero con lo que nos queda.

Se han esfumado los talentos. Hemos olvidado lo que es el orgullo de una profesión por la necesidad de escapatorias, de no seguir aguantando atropellos. Buscando estabilidades en lo incierto, en lo que sabemos que no será igual. Porque hemos dejado nuestra piel impregnada de esta tierra. De sus ríos, de sus mares, de su clima tropical. Cada parte de nosotros pertenece a Venezuela.

Hoy, otras culturas se burlarán por decir que somos de aquí. Nos tildarán de un partido político o del otro, pero no hay sazón criollo igual, no hay platos sobre la mesa que tengan el mismo sabor. Somos una tierra de algarabía, somos lo contrario a lo correcto. Somos el: “hoy tengo y mañana no sabemos”.

Y sigue quemándose ese tricolor en partes iguales. Seguimos regalando los recursos que deberían hacernos sentir plenos. Pero ahí están, para que los aprovechen todos menos los que los merecemos. Hemos convertido la necesidad de vivir en la de sobrevivencia.

¿Y dónde están nuestros guardaespaldas? ¡Si es que los valemos! Dónde dejamos el último toque de queda dictatorial, si hoy vivimos en uno constante, que nos ha aprisionado en las noches. Un juego de ruleta rusa, que nos ha negado la posibilidad de disfrutar de la luna, sin la preocupación de no mirarla más.

¿Cuándo convertimos el miedo en parte del vestuario? Y dejamos la valentía en esos zapatos, que marcan pasos de dudas y peticiones al cielo. Hemos convertido los buenos chistes en burlas inconscientes de la realidad, que no sosiegan la presión mental que cargamos en la rutina.

Inmunizamos todo con un “mientras tanto” para no definir que ya estamos hastiados de tantas reformas, de nombramientos y leyes que más que ayudar nos empeoran. Ya no sentimos ni tranquilidad, ni paz… sólo costumbre.

La bandera la dejamos para tapizar calzados. Al escudo lo abandonamos en las lecciones de primaria. Y en cuanto a la moneda, seguimos recordando que sirve, pero para nada.  



Hoy nos despedimos de uno más, o de muchos. Rostros que van y vienen. Se quedan o no regresan. Somos la tierra de variadas alegrías, pero pasajeras. Estamos entre lo incierto y lo desamparado. No somos buenos ni malos. Somos conformistas. Somos bochincheros. Somos venezolanos.