sábado, 24 de enero de 2015

La historia de un país



Laura es periodista. Tiene 25 años. A los 16 soñaba con aparecer en las revistas, animar un programa o escribir en el periódico más reconocido del país. Hoy está desempleada. Se graduó hace dos años y no consigue un trabajo estable. Sus colegas le dicen: "¿ya pa' qué? Si ganarás una miseria". Los medios de comunicación se cuentan con las manos. Nadie conoce una programación diferente que aquella que quedó varada en los noventa. La cultura y los buenos valores quedaron en 1998, cuando Laura (con 8 años) soñaba que a su actual edad estaría estable económicamente. Hoy comenta que trabajar duro no vale de nada, porque una quincena y un último nunca serán suficientes en el "país de la inflación".

Luis es ingeniero mecánico. A los 12 años su padre fue asesinado por unos delincuentes al oponerse a un robo. Le tocó hacerse cargo del hogar. Con empeño estudió y trabajó desde el primer semestre. Hoy ejerce la profesión que menos esperaba desempeñar: es oficialmente un taxista. Alega que le va mejor en el oficio de chofer. De vez en cuando cuenta chistes con los pasajeros y los escucha quejarse todos los días de lo mismo. Entre "los mismos cuentos" se le han ido cinco años. Hoy tiene 31, dos hijas y una esposa. Gracias a Dios tiene su carro desde los 16 porque al sol de hoy no ha podido reemplazarlo. Dice que mejor le ha ido de taxista que de ingeniero.

Rodolfo es abogado. Tiene 32 años. Mata "tigritos" de vez en cuando, pero repudia la justicia en el país. Confiesa que más fueron las leyes que aprendió que las que se respetan. En algún momento soñó con ser juez y un día se arrepintió cuando unos policías le "matraquearon la quincena" un fin de semana porque querían comprar alcohol. Carece de trabajo fijo, le ha ido mejor llevando casos de conocidos y allegados. Cuando su hijo le dijo que quería seguir su ejemplo de abogado, le respondió: "¿para qué hijito? si millones de abogados se gradúan al año en el país sin ley".

Martha es médico cirujano. Planea inclinarse por la especialidad de otorrinolaringología. Desde pequeña sus papás le decían que ser médico era lo mejor que podía hacer para ser alguien en la vida. En realidad estudió medicina por vocación. Haciendo guardias en hospitales le ha tocado ver salas de emergencia en decadencia, pacientes convalecientes esperando por el turno de ocupar una cama y hasta mandar cadenas a ver "¿quien sabe de un lugar donde vendan suero?". Tiene 26 años, recuerda cuando era pequeña y su papá le decía: "hija, si Venezuela llega a ser socialista lo que vendrá será miseria". Sí, ella creía que era un chiste, que nunca pasaría...

Richard es veterinario. Tiene 42 años. Su mamá se rió cuando le dijo lo que quería estudiar. Pero su vocación fue más grande al ver que los animales eran en su mayoría despreciados en las calles. Hoy tiene una clínica veterinaria y cada vez que puede coloca avisos para dar en adopción a animales, en actual situación de calle. Por un momento se alegró de que existiera una misión que les diera asilo, luego recordó que todo ha sido un montaje. Sí, 15 años de parodia no parecen ser suficientes.

Verónica es docente. La profesión que debería ser más reconocida a nivel de salario califica con cero puntos en la escala monetaria. Estudió la carrera porque desde pequeña se imaginaba inculcando valores e impartiendo sus conocimientos a varios alumnos. Por cosas del destino le tocó trabajar en una escuela pública, ha visto desde embarazadas a los 11 años hasta adolescentes amenazado a compañeros con armas. Sí, no todo es como lo pintan. Pero aún puede santiguarse al llegar y salir de la escuela porque aún tiene vida.

Ramón maneja un autobús. Tiene 58 años de edad, 30 años en su faena de chófer y tres cicatrices producto de tres heridas por arma de fuego. Su negación a un robo casi le cuesta la vida. Hoy no le queda de otra que entregar lo que tenga al hampa. 30 años es igual a 45 robos, de los cuales 20 han sido a plena luz del día. Ya después del décimo optó por decirle a los maleantes: "sí me van a robar llévense todo menos el bus, que de eso vivo"... Uno de los que lo atracó se montó un día a pedir plata a los pasajeros para la suegra que "tenía enferma".

Rosa se quiere ir del país. No ha empezado a estudiar en una universidad por eso. Todos sus amigos le dicen que se vaya, que es la mejor opción. "Este país se lo llevo el Diablo", le escuchó decir a una señora en el supermercado. Exagerado o no sabe que las cosas van mal. A sus 16 años la han atracado dos veces. Los choros le exigieron en ambas oportunidades como primera opción su teléfono, ella optó por darles la cartera de una vez, ya que ha aprendido que aquí la vida vale menos que un aparato. En las dos oportunidades los malandros eran menores que ella.

***

Historias corrientes de gente corriente... Se quedan cortas las palabras para contar otras tantas más. Pero van enumerando listas interminables de desenlaces, de miedos, de angustias, de infortunios. Todos llevamos cargas pesadas, esperanzas perdidas y nostalgias en el subconsciente. Todos esperamos un cambio. Una nueva oportunidad que evolucione las historias de los jóvenes, de los adultos, de los ancianos, de los niños.

Ellos no son diferentes a nosotros. Son nuestros hermanos de país. Son quienes hoy cargan huellas pesadas de fe. Siguen soñando por ahora, o quizá ya abandonaron sus sueños.

El reloj sigue corriendo... El tiempo se detuvo... Siguen pasando los meses, los años... El destino de cada uno de nosotros continúa escribiéndose.

¿Cuántos adioses dirás hoy?
¿Cuántas historias parecidas escucharás?
¿Cuándo cambiaremos la película?...

Sí, esta es la vida de un país. De una rutina constante. Sin cambios, sin prisas. Con inmensos sosiegos y desdichas. Esto ya es parte de Venezuela.

Y tú, ¿qué esperas para reescribir la historia?

Sin límites



Somos terrícolas, sí, pero no sólo de esos que habitan en La Tierra, sino de aquellos que portan grilletes de esclavitud. Desde que estamos pequeños, y nos enseñan las lecciones del abecedario, aprendemos entre las palabras comenzadas por “L”, la famosa: libertad. La lección que no aprendemos de esa unión de letras es a cómo obtenerla, y por mucho que preguntamos desde que comenzamos a andar en bicicleta o cambiar las camisas de grados escolares, nadie nos da una respuesta definitiva, porque en el fondo vivimos de límites, no de libertad.

Aprendimos que habitamos un país de los 195 que hay a nivel mundial, que tenemos un idioma y una jerga característica de nuestro territorio. Aprendimos que hay diversas culturas y gentilicios, que las personas tienen distintos colores de ojos y piel, que hay miradas achinadas y hasta rasgos africanos; así como acentos toscos y refinados.

Conocimos la variedad de idiomas que componen las sociedades del mundo y cómo nos limita el hecho de no saber qué significan para comunicarnos. Vivimos de fronteras compuestas en realidad de mares, tierras y vegetaciones. Fronteras que para la sociedad son muros y alcabalas que nos impiden ser libres.

Limitados por normas sociales, somos los extraterrestres de nuestro propio planeta, somos los extranjeros en esos aeropuertos en los que pisamos terrenos desconocidos, adaptándonos a nuevos pensamientos, idiomas y culturas y dejando atrás todo lo conocido. Destinados a cruzar el mundo por pedazos, sin que nos quede un retazo propio, sin que nos dejen de poner cadenas cada vez que intentamos mover los pies.

Mientras más límites nos coloquen, más volveremos en derredor al principio. A aquellos genios que nos han dejado estampas del saber; a los aprendizajes, que sin importar idiomas, se han extendido a toda la humanidad; así como todos los aconteceres políticos, religiosos y culturales cuya globalización ha permitido que se conozcan. Al final somos iguales, somos una Pangea, conformada por quienes, aún diferentes, provienen del mismo origen.

Nacimos para tolerarnos, para escucharnos, para entendernos y tomarnos de las manos en los momentos difíciles. Para entender que somos hermanos, con jergas y acentos diferentes pero con el mismo intelecto, ese que sin conocer de fronteras nos abre el camino necesario para proyectarnos y desenvolvernos en sociedad.

Quien cree en los límites, ya se está limitando por cuenta propia. Debemos reconocer como humanos que los límites nos los hemos impuesto nosotros mismos, y que lo primero que compone las limitantes son los miedos, aquellos que se apoderan de nuestros sentidos y del pensamiento cuando deseamos tener la determinación de lograr algún objetivo.

La gran diferencia entre los límites y la libertad es que el primero se compone de miedos y la segunda del valor. De aquella valentía que necesitamos para dejar de ser conformistas, para salirnos de la zona de confort y perseguir nuestras metas. Dejemos de creer que no podemos tener el control de las situaciones, porque aunque estemos en lugares desconocidos, todo tiene un giro definitivo y siempre hay una salida al final del túnel.

Debemos convertirnos en los guerreros que destruyan los grilletes que nos oprimen como sociedad, que nos atan a normas sociales y nos hacen depender hasta el fin de nuestros días de una esclavitud creada por aquellos que nos hablan de “libre pensamiento”. Comprender que todos somos iguales, que a pesar de las limitantes que existan entre todas las naciones y entre tantos pensamientos, somos los únicos que podemos perseguir la verdadera libertad mientras estemos unidos.



Escrito por Freya Farcheg para puntonaranja.com.mx

Reflexión



"Como nos vamos de este pobre país sin que el trauma del desplazamiento sea peor que seguir viviendo en esta ruina" ...

Me conseguí ese texto entre algunos que siempre guardo cuando me gustan... He de admitir que tiene una parte cierta. Muchos se preguntarán ¿qué se siente vivir en Venezuela con tantos problemas que hay? Para muchos ya se ha convertido en una costumbre, estamos acostumbrados a las malas noticias, estamos acostumbrados a subir "el Niágara en bicicleta"... También está el hecho de ¿cómo ayudar a que las cosas cambien si se ha intentado de todo y lo que menos hay es unidad?

Sí, aunque parezca mentira, vivimos en una encrucijada, estamos entre una espada y la pared, inclinándonos hacia la primera opción que salga, trabajando para tener dinero que sólo alcanza para comer (y si acaso), con profesionales ejemplares que no hayan que hacer con sus carreras. Los jóvenes o adultos nos las estamos viendo difíciles, y una de las primeras opciones es ¿será que me voy?... Sí, aunque para muchos suene descabellado huir de su país, para nosotros esto también se ha vuelto una costumbre. Poco a poco hemos tenido que decirle adiós a nuestros amigos, familiares y conocidos, entre lágrimas los hemos visto partir. El mundo entero ha pasado a ser un rompecabezas de Venezuela, cada país tiene sus piezas.Y en serio ¿será lo mejor? Irse también nos hace abandonar nuestro confort, nuestra identidad, porque afuera somos simplemente "los venezolanos", los extranjeros, hay una parte de nosotros que sigue impregnada de esta tierra...

Sí, hay que buscar salidas para lo imposible, quien quita que entre la espada y la pared también existan soluciones. Puede que algún día esa pared se derrumbe o el que alza la espada decida arrojarla... Al final de cuentas, en Venezuela nos sentimos también extranjeros, sin derecho a opinar de nuestro país y afuera sucumbimos al trauma de ver sufrir a quienes queremos. Sí, como dice este texto: "más profundo es nuestro dolor, cuando nos vencen con nuestras propias armas".


Nada le duele más a un venezolano que Venezuela.