Blanca. Así se queda la mente
cuando no quieres sentir. Las emociones
se componen de un prisma. Ese objeto que depende de la luz para ser multicolor. Y es así: hoy podemos estar blancos, negros, rojos, azules, amarillos,
verdes… o grises.
¿Por qué huimos del dolor? ¿o por
qué duele?... ¿es una palabra? ¿es un sentimiento? O ¿es simple miedo? ¡qué fácil se nos
derrumba el corazón cuando escuchamos o presenciamos algo que no queríamos,
¿por qué estábamos ahí, por qué no huimos? Dicen “que todo pasa por una razón”,
pero ¿acaso no hay cosas que desearíamos que nunca hubieran pasado?. Y más si
sólo causaron cicatrices.
¡Cómo duele la sumisión cuando finges
estar bien! ¡Cómo duelen las lágrimas que caen por dentro! ¡Cómo duele el amor
que no se evapora con el soplo del viento! Aquel aire que se lleva los retazos
que quedan de un corazón en trizas. Partes grandes, largas, bifurcadas,
extinguidas, que se condensan como piezas de una vasija rota, tratando de
encajar en el espacio, dejando huecos intermedios entre tanto pegamento.
Espejos rotos en el camino,
reflejos de los que huyes para no mirarte hecha pedazos, y esos recuerdos que
suben y bajan sobre un trampolín, llegan y se van, dejando rastros de
telarañas, ensuciando de hollín la materia, porque vinieron para quedarse y
ocupar su lugar en el mueble de la sala, como un invitado más de la decoración
en llamas.
Conviertes a tu organismo en una
ciudad emotiva. Tu amigo estómago se puso en la dieta de la tristeza, tu compinche
corazón se fue al pueblo de la resignación, tus pulmones sufren por el invierno,
tu hígado busca asilo en algún bar, tu cerebro se tira un discurso de
sabelotodo y ni se diga el nado sincronizado que dan tus ojos entre aguas
saladas.
He devastado esa ciudad con torbellinos,
maremotos y huracanes, entre las ruinas que dejan la tormenta y la persecución.
Mezclando el desconsuelo y la impotencia que traen las desgracias, los puentes
rotos, la interferencia comunicacional, y todos esos pequeños seres
microscópicos revueltos y pidiendo auxilio en gritos jamás escuchados.
La localidad se inunda de noches
incontables de lluvias, truenos y relámpagos, en los que el insomnio se hace
necesario y oculta la luna en su máximo esplendor. Vuelves las mañanas turbias
y sin gracia, con el sol de testigo, y todo lo que sea movimiento estorba,
porque la soledad se hizo eco en las esquinas del paraje.
El turismo quebró ante tanta decadencia,
y los visitantes son advertidos de que están perdiendo el tiempo comprando pasajes
a dicha ciudad tan desierta y devastada, que tiene poco que ofrecer. Las ofertas
fueron dadas de vacaciones por un lapso indeterminado.
A pesar de que los tsunamis finalizaron continúa el
hambre y la agonía, haciendo temblar el espíritu, pidiendo explicaciones a
desgracias naturales y humanas que no tienen más respuestas que su propia
realidad. Henos ahí, como imperfectos seres, que nos quedamos minúsculos ante
eso mismo que tememos: el dolor.
Entre los derrumbes de la
civilización buscas levantarte, continuar,
así te cueste aguantar el dolor de tus heridas, esas que te desangran. Sucumbes. Te apoyas otra vez. Ayudas a los lesionados del camino, porque puede
más tu voluntad, tu instinto de sobrevivencia. Y desvías la atención, por un
momento, a tu propia desgracia, porque sabes que ayudando a los demás te ayudas
a ti mismo.
Es el sacrificio que supone tener
corazón. Podría el tsunami de la sangre que circula por nuestras venas
ocasionar una nueva desgracia a nuestro cuerpo y seguiríamos ahí esperanzados
de volver a edificar nuestra morada ya arruinada. Resquebrajando los huesos con
los terremotos, poniendo como soporte anti caídas a los propios pies descalzos,
y dejando que las corrientes mentales
electrocuten lo poco que queda de conciencia.
Continúan las interferencias, los
ruidos, los apagones, la nostalgia… porque no hay remedio ante lo ya perdido,
nada más queda la aceptación. La conformidad de reponer un hogar erigiendo otro
que no sea tan dulce, pero que por lo menos otorgue consuelo. La necesidad de
olvidar lo ya vivido. La esperanza de seguir creyendo que todo se derrumba,
pero el amor, ese sigue aún de pie, aunque ya sea cojeando.
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