A merced de buenas noticias. Tiembla tierra. Llora Salto Ángel. Descarga tu furia Orinoco. Incéndiate Ávila. Hoy volveremos a la incertidumbre.
¿Serían suficientes
todas las flores de nuestra patria para llenar los cementerios y adornar a los
difuntos en su sueño? ¿Podrían los cadáveres contarnos como están acostados,
apretujados sin espacio en el suelo?
Hoy las lágrimas no
fueron suficientes para una mala noticia. Se han agotado las gotas para
lamentar tantas pérdidas. Ha caído el llanto por fracciones líquidas,
destiñendo las flores, como una tinta rojiza que va curtiendo lo vivo. Dejando
sólo mortandad a su paso.
La barbarie se apoderó
de las calles, remotas y vacías en la oscuridad de la noche. Rutas donde
deambula la inseguridad, el espectro de las desgracias y los negocios sucios.
Se han empobrecido las vías, rodeadas de basura arrojada por quienes esperan
que le limpien todo y por la insensibilidad de quienes ven la muerte como un
negocio.
La vida vale menos que
el bolívar. Devaluado sin reformas, una y otra vez, aniquilado con un aumento
todos los días. Los tristes billetes que se esfuman del bolsillo más rápido de
lo que fueron guardados al salir.
En la oscuridad ronda
el miedo y en las mañanas las colas se apoderan de las aceras. Calor,
muchedumbre, estrés, gritos, desesperación y cajas de cartón como sombrillas;
acompañan a quienes prefieren tener dos paquetes en sus manos que estar en un
puesto de trabajo.
Y compran y compran,
entre el bululú de gente, lo poco, que antes se conseguía al gusto propio. Pero
sería casi una utopía imaginar a ese gentío protestando por soluciones, porque
ya nadie quiere salir a las calles. Ya esas están curtidas de desventuras pasajeras.
Decepciones que suben y
bajan en el trampolín de la paciencia y la resignación. Aún sientes las garras
frías de la viveza incitándote a caer, a ser uno más del montón que piense: “por
qué me voy a pelar esa ganga, cuando nadie se la pela”.
Turismo nacional con el
disfraz de los infortunios. Un juego de beisbol, una corona más para la lista o
una caja de “kurdas” los fines de semana, hicieron olvidar que los homicidios y
la inflación siguen creciendo en tasas anormales.
Aumentó el precio del
pasaje, pero nadie te paga el pantalón nuevo, rajado con los hierros oxidados del
asiento en el autobús. Nadie reclama que sigan incrementando semanalmente los
precios de la vida. Un país de lujos donde no se escala de la pobreza.
La educación se quedó
pegada en la cartelera escolar. Los hospitales pasaron a ser los museos
patrióticos, como fortalezas coloniales donde se reúnen los batallones a pelear
por cualquier escasez.
La palabra
“mantenimiento” fue obviada de la constitución. El mismo contexto de más de una
década quedó paralizado en el pensamiento. Nada ha cambiado. Ni las carreteras
ni la infraestructura. Estamos detenidos en el tiempo. Entre la politiquería y
el contrapunteo de dos bandas, de dos equipos deportivos, de dos mentalidades.
Una noticia, que ya no
puede ser divulgada. Una información que se quedó sin papel de prensa.
Podríamos recorrer el “Niágara en bicicleta” y es que sin duda, hasta ese punto
seríamos capaces de llegar. Porque somos el país que resuelve, pero con lo que
nos queda.
Se han esfumado los
talentos. Hemos olvidado lo que es el orgullo de una profesión por la necesidad
de escapatorias, de no seguir aguantando atropellos. Buscando estabilidades en
lo incierto, en lo que sabemos que no será igual. Porque hemos dejado nuestra
piel impregnada de esta tierra. De sus ríos, de sus mares, de su clima tropical.
Cada parte de nosotros pertenece a Venezuela.
Hoy, otras culturas se
burlarán por decir que somos de aquí. Nos tildarán de un partido político o del
otro, pero no hay sazón criollo igual, no hay platos sobre la mesa que tengan
el mismo sabor. Somos una tierra de algarabía, somos lo contrario a lo
correcto. Somos el: “hoy tengo y mañana no sabemos”.
Y sigue quemándose ese
tricolor en partes iguales. Seguimos regalando los recursos que deberían
hacernos sentir plenos. Pero ahí están, para que los aprovechen todos menos los
que los merecemos. Hemos convertido la necesidad de vivir en la de
sobrevivencia.
¿Y dónde están nuestros
guardaespaldas? ¡Si es que los valemos! Dónde dejamos el último toque de queda dictatorial,
si hoy vivimos en uno constante, que nos ha aprisionado en las noches. Un juego
de ruleta rusa, que nos ha negado la posibilidad de disfrutar de la luna, sin
la preocupación de no mirarla más.
¿Cuándo convertimos el
miedo en parte del vestuario? Y dejamos la valentía en esos zapatos, que marcan
pasos de dudas y peticiones al cielo. Hemos convertido los buenos chistes en
burlas inconscientes de la realidad, que no sosiegan la presión mental que
cargamos en la rutina.
Inmunizamos todo con un
“mientras tanto” para no definir que ya estamos hastiados de tantas reformas,
de nombramientos y leyes que más que ayudar nos empeoran. Ya no sentimos ni
tranquilidad, ni paz… sólo costumbre.
La bandera la dejamos
para tapizar calzados. Al escudo lo abandonamos en las lecciones de primaria. Y
en cuanto a la moneda, seguimos recordando que sirve, pero para nada.
Hoy nos despedimos de
uno más, o de muchos. Rostros que van y vienen. Se quedan o no regresan. Somos la
tierra de variadas alegrías, pero pasajeras. Estamos entre lo incierto y lo
desamparado. No somos buenos ni malos. Somos conformistas. Somos bochincheros.
Somos venezolanos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario