sábado, 24 de enero de 2015

Sin límites



Somos terrícolas, sí, pero no sólo de esos que habitan en La Tierra, sino de aquellos que portan grilletes de esclavitud. Desde que estamos pequeños, y nos enseñan las lecciones del abecedario, aprendemos entre las palabras comenzadas por “L”, la famosa: libertad. La lección que no aprendemos de esa unión de letras es a cómo obtenerla, y por mucho que preguntamos desde que comenzamos a andar en bicicleta o cambiar las camisas de grados escolares, nadie nos da una respuesta definitiva, porque en el fondo vivimos de límites, no de libertad.

Aprendimos que habitamos un país de los 195 que hay a nivel mundial, que tenemos un idioma y una jerga característica de nuestro territorio. Aprendimos que hay diversas culturas y gentilicios, que las personas tienen distintos colores de ojos y piel, que hay miradas achinadas y hasta rasgos africanos; así como acentos toscos y refinados.

Conocimos la variedad de idiomas que componen las sociedades del mundo y cómo nos limita el hecho de no saber qué significan para comunicarnos. Vivimos de fronteras compuestas en realidad de mares, tierras y vegetaciones. Fronteras que para la sociedad son muros y alcabalas que nos impiden ser libres.

Limitados por normas sociales, somos los extraterrestres de nuestro propio planeta, somos los extranjeros en esos aeropuertos en los que pisamos terrenos desconocidos, adaptándonos a nuevos pensamientos, idiomas y culturas y dejando atrás todo lo conocido. Destinados a cruzar el mundo por pedazos, sin que nos quede un retazo propio, sin que nos dejen de poner cadenas cada vez que intentamos mover los pies.

Mientras más límites nos coloquen, más volveremos en derredor al principio. A aquellos genios que nos han dejado estampas del saber; a los aprendizajes, que sin importar idiomas, se han extendido a toda la humanidad; así como todos los aconteceres políticos, religiosos y culturales cuya globalización ha permitido que se conozcan. Al final somos iguales, somos una Pangea, conformada por quienes, aún diferentes, provienen del mismo origen.

Nacimos para tolerarnos, para escucharnos, para entendernos y tomarnos de las manos en los momentos difíciles. Para entender que somos hermanos, con jergas y acentos diferentes pero con el mismo intelecto, ese que sin conocer de fronteras nos abre el camino necesario para proyectarnos y desenvolvernos en sociedad.

Quien cree en los límites, ya se está limitando por cuenta propia. Debemos reconocer como humanos que los límites nos los hemos impuesto nosotros mismos, y que lo primero que compone las limitantes son los miedos, aquellos que se apoderan de nuestros sentidos y del pensamiento cuando deseamos tener la determinación de lograr algún objetivo.

La gran diferencia entre los límites y la libertad es que el primero se compone de miedos y la segunda del valor. De aquella valentía que necesitamos para dejar de ser conformistas, para salirnos de la zona de confort y perseguir nuestras metas. Dejemos de creer que no podemos tener el control de las situaciones, porque aunque estemos en lugares desconocidos, todo tiene un giro definitivo y siempre hay una salida al final del túnel.

Debemos convertirnos en los guerreros que destruyan los grilletes que nos oprimen como sociedad, que nos atan a normas sociales y nos hacen depender hasta el fin de nuestros días de una esclavitud creada por aquellos que nos hablan de “libre pensamiento”. Comprender que todos somos iguales, que a pesar de las limitantes que existan entre todas las naciones y entre tantos pensamientos, somos los únicos que podemos perseguir la verdadera libertad mientras estemos unidos.



Escrito por Freya Farcheg para puntonaranja.com.mx

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