Con cinco
palabras comienzo este escrito. Cinco partes dispersas que forman esa incógnita
incontestable. La que muchos quisiéramos en este momento descifrar.
Sería preciso
cerrar los ojos y sumergirnos en nuestra imaginación. Ver aquellos destellos
negros, rojos y azules que cruzan la mente cuando no podemos ver… y preguntarle
quizás a nuestro cerebro donde guarda aquellos pensamientos que aún conservamos
como si fueran de hoy.
Detalles,
colores, aromas, texturas, lugares… todo parece no haber pasado… como si
siguiéramos en la misma estación, sentados y a la espera.
Podría
preguntarle a la almohada donde guarda tantas noches de insomnio… tratar de
pedirle a la luna una estrella fugaz que me haga seguir deseando una respuesta.
También sería
bueno, quizás, volver a mirar por 101 vez aquel mensaje que aún conservamos en
un móvil, para tratar de entender si las palabras pintaban una realidad o
simplemente fueron parte del momento.
¿En qué lugar de
nuestro cuerpo guardamos las vivencias?... aquellas que nos persiguen como
fantasmas de una casa abandonada, van detrás de nosotros queriendo capturarnos
como presas. Sin escapatoria, sin opciones.
¿En qué lugar se
ocultan los sentimientos? Entre el silencio del pensamiento y las ganas de
cambiar el porvenir.
¿Cuántas veces
repetimos que queremos regresar el tiempo? Para no haber vivido algo o cambiarlo.
Y volvemos a
desperdiciar la juventud entre los orgullos y los miedos… consumiendo las
oportunidades de decirle de una vez lo que sentimos, a ver si somos o no
correspondidos.
Entonces
tratamos de descifrar nuestra mente, de pedirle que no materialice más una
memoria y nos topamos con las ganas de leer el pensamiento ajeno, para ver si
esa persona también siente lo mismo.
Cambiamos el
sitio… cambiamos las estaciones… pero seguimos deseando sin frenos. Entre la
tensión y la energía de desaparecer nuestro entorno, de dejar una pantalla en
blanco en la que solo estés tú con él, y esas ganas de que no existan más
distancias.
Podría entonces
esconderse el amor en la rutina… en ese tiempo solitario que tratamos de opacar
con la mayor cantidad de quehaceres posibles, para así olvidarnos de que no
tenemos un tiempo compartido.
Invertimos
nuestro espacio en tareas, nos llenamos de obligaciones, de estereotipos… y al
final nos decimos: “oye, que rápido se fue la vida”… pero realmente nunca nos
dimos el chance de disfrutar lo que más queríamos.
Podría ocultarse
en tantos deseos infantes, en los sueños de un adulto, en las pausas de los
ancianos… O tal vez, en las miradas encubridoras… en aquellos ojos que dicen
mucho pero no hablan nada… en todo lo que tememos y en lo poco que enfrentamos.
Quizás en
aquellos amores que vivimos solo por estar acompañados… por poner la mente en
mute… por dárnosla de valientes.
Somos capaces
acaso de eliminar uno a uno esos impulsos… de calmar los instintos y la sed de
experimentar… pero no de defender lo que es nuestro, de intentar descifrar los
deseos contrarios.
¿Dónde se
esconde entonces el amor? Entre los logros y los infortunios, en las lágrimas y
las sonrisas… en la soledad de las memorias.
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