martes, 3 de febrero de 2015

Mariposa


Una pequeña niña me habló. Se paró de su rincón de sueños y me comentó de sus aspiraciones, aunque esa palabra es demasiado grande para una niña con tan baja estatura.

Me habló con seguridad, sin titubeos, aunque noto en su mirada una pizca de desconfianza. Mantiene la distancia, aunque parece saber lo que quiere se comienza a notar que como todas las personas, también hay algo que la vuelve débil.

Ella nunca ha creído en príncipes, pero sí en los amores eternos. Alguna vez fue risueña, muy en el fondo lo sigue siendo, pero una tormenta la dejó devastada, se llevó todo lo que tenía, la dejó con las manos vacías, buscando luces en oscuridades, sonrisas en lágrimas... y entonces se refugió en su rincón.

Poco a poco fue construyendo un muro, un muro invisible que la volvió ciega a las ilusiones. En ese muro colocó como baluarte su fortaleza, la incorporó como una capa protectora.

Un día esa fortaleza se derrumbó, las mariposas aletearon impacientes frente a ella y quedó hipnotizada con tan maravillosos colores, una mezcla de gris y verde... ahí estaban esos animalitos pintorescos.

Por un momento creyó que las mariposas eran eternas, y abrió su corazón. Sus muchos tropiezos no la hicieron detenerse, no escuchó las precauciones... creyó, de verdad creyó que no habría otra batalla perdida... que había ganado la guerra.

No... las mariposas comenzaron a morir, sus alas empezaron a despedazarse, fueron volviéndose polvo entre sus manos, sus colores se esfumaron entre tanta candela... y ardía... todo lo maravilloso fue ardiendo y ella gritó, gritó como pudo, corrió devastada antes de que le tocara a ella morir también... no miró atrás, solo huyó... y se escondió de nuevo en su rincón, forjando una puerta inquebrantable delante de ella, que no pudiera volver la ilusión, que no regresara aquel velo invisible que la protegía pero no la cegaba a la injusticia.

Su ilusión la hizo crecer de un solo golpe, la convirtió en mujer antes de tiempo, creyendo que el tiempo es sabio se sorprendió ahogada en sus propias lágrimas, se sorprendió extrañando a la mariposa que aún entre las cenizas seguía aleteando entre colores grises y verdes, esa que en la distancia le pedía que no la dejara atrás, esa que no quería que le dijeran adiós. Pero es que la niña no huyó porque quiso sino porque era su deber. No huyó por no amar, huyó por el dolor de ese amor.

Encarceló a su corazón para no salir herida y lo destinó a un camino de paz... pero sin amor.

                                                                          ...

Algunas veces extraña las mariposas, entre grises y verdes, que aleteaban contentas. Aunque cree que su ser risueño sigue en lo profundo de su corazón, no quiere hacerlo aflorar. El miedo se volvió su acompañante más seguro, es su padre adoptivo, él que la guía de la mano, con su flux, su sombrero negro y aquel bastón de viejo; el miedo se ha vuelto su ángel guardián.

Cuando le toca salir a la calle lo hace con su padre, agarrada de la mano como niña buena, con sus vestidos de colores y cabello en trenzas. De vez en cuando mira a los lados, pero termina arropando la pierna de su padre con las manos y le dice asustada que no le suelte la mano, porque aunque se siente ya grande, sigue siendo pequeña.

Se ha acostumbrado a permanecer en el rincón, no quiere mostrarse al mundo por miedo a salir herida, por miedo a ver morir mariposas y sobre todo porque no quiere reconocer que aún, en ese órgano sentimental el amor más profundo sigue presente y aunque lo ha reprimido de una y mil maneras en esta oportunidad el tiempo no fue sabio, sino que ha servido como el juez de su conciencia... por haber dejado atrás a su pequeña mariposa.


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