lunes, 16 de febrero de 2015

Yo solo quería un cuaderno…


A la poca luz de una vela escribo en mi diario… sí, frente a la escasa luz de una cera que se va derritiendo con el calor, y que me acompaña en un nuevo apagón. Esos que se han vuelto más frecuentes con el pasar de los años.

Hoy acompañé a mamá a comprar los útiles. Comenzó un nuevo año escolar y tenemos una misión: comprar el cuaderno. Pasamos la tarde caminando entre el calor y el bululú de gente andando por las aceras. 

Una papelería se vislumbró prometedora desde que nos paramos frente a las vitrinas. Entré impaciente, y corrí por los pasillos de la estancia, entre anaqueles de papelería multicolor, pero la extrañeza se fue convirtiendo poco a poco en certeza… la gran mayoría de los anaqueles estaban vacíos y cuando le preguntamos a una empleada por los cuadernos nos respondió la frase que ha pasado a ser lo más corriente en años: “no hay”.

Las lágrimas amenazaban por colarse por las rendijas de mis ojos. Mi mamá intranquila acotó: “sólo quiero uno, basta solo uno”, pero la respuesta de la chica fue contundente: “están escasos”.

                                                                  …

Los desvencijados autobuses pitan imprudentes cuando pasan por las improvisadas paradas, la gente guindando de las puertas nos alertan que debemos esperar el siguiente. Misión incumplida. “Será otro día con suerte”, le dice mi mamá a mi desesperanza y a mis 10 años de edad, mientras me toma de la mano para esperar el transporte público.

Se detiene una unidad que al fin parece ir más vacía, pero también más destartalada. Mi papá siempre comenta que el siglo XIX no ha pasado, diciendo: "nos quedamos con las ganas de ser los Supersónicos y seguimos siendo los Picadiedras". 

Mis manos temblorosas se apoyan contra la ventana sucia, afuera se vislumbran las vías rudimentarias de una ciudad que parece más un caserío.

Una costosa valla aparece delante de mis ojos alegando que los entes municipales invirtieron una cuantiosa cifra en materia de asfaltado - ¡Tiembla el destartalado bus al caer en el mismo hueco de la otra vez! – por un momento olvidé lo que estaba viendo minutos antes ¡Ah sí! Hablaban de pavimentación.

Mi mamá me nota pensativa y comenta sobándome con una mano: “Tranquila, que así sea una libreta te consigo”. “Sí mamá”, le respondo, mientras sigo observando lo que ocurre en las calles. Una señora de la tercera edad arroja una bolsa de basura desde el tercer piso de un edificio. Desde el segundo piso de dicho edificio un niño bota el envoltorio de un helado, cuando logra desenvolverlo. Un frutero en la acera le arroja una piedra a un perro callejero, para espantarlo del puesto ambulante donde trabaja.

Una señora obesa le saca la mano al bus para que se estacione a recogerla, mientras con el otro brazo sostiene una bolsa de productos que son difíciles de conseguir (comienzan los susurros en el bus sobre el posible lugar donde los compró). Se logra montar en el bus y cuando le preguntan por sus compras explica entre risas que son “para revender y ganar alguito adicional”. Yo aún me pregunto qué quería decir con eso.

Un indigente se monta en el bus para vender caramelos, su camisa roja tiene aquella extraña mirada en el centro, de aquel antiguo presidente que ya no está, y que me han citado en los libros del colegio con más frecuencia. En ese momento el señor agrega que el gobierno no lo ha ayudado a pagar una operación y que necesita “lo que nos salga del corazón”.

La señora del asiento de adelante se termina de tomar una malta y arroja la lata por la ventana. El colector del bus empieza a cobrar los pasajes y se queda con el sencillo. Un bebé se pone a llorar porque comenzó a llover a cántaros y los pasajeros se ven obligados a cerrar todas las ventanas del transporte, intensificando el calor. Los gorros plásticos y pintorescos se hacen más frecuentes entre las transeúntes, en realidad no son gorros, son bolsas para evitar que se dañe el secado de la semana.

En la próxima acera un anciano saca la mano para que el autobús se estacione, pero el chófer lo ignora para “comerse la luz” roja del semáforo y pasa tan rápido que empapa al anciano con el agua de un gran charco.

Llegamos a la parada y nos bajamos. Aún sigo pensando en mi cuaderno, siento que el día ha sido demasiado largo, pero mi mamá agotada ha tenido días peores. De lunes a lunes sale bien temprano a hacer las compras del hogar y se le van horas sin descanso en colas que no dan para comprar todo lo necesario. Un día le pregunté: “¿Mamá esto ha sido siempre así?” y ella me responde: “no hija, los tiempos han cambiado”.

Sí… mamá luego de dos semanas me logró comprar un cuaderno, no es el más bonito, pero es el que necesito. Quizás algún día tenga mejor suerte. Esperen, acaba de llegar la luz… ¡Al fin dormiré!, no sin antes colocarme en el cuerpo un menjunje casero que preparó mi mamá. Me ha dicho que las enfermedades abundan y no hay ni repelentes ni remedios.  

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